Michael Carrión Zúñiga @michecar
No estaba en juego el título de una Copa del Mundo. Era, humildemente, la final de un torneo de fulbito intersalones. Al frente no tenía a Taffarel, sino a un enjuto y cadavérico portero sin guantes y con las piernas arqueadas como bananas. Los barristas que me pifiaban para desconcentrarme no eran miembros de la ‘Torcida’ brasileña, solo un puñado de malolientes alumnos de la sección Q. Y, en la vereda del frente, no me trasmitían vibras positivas integrantes de los fieles ‘Tifosi’ italianos, sino ilusos quinceañeros del aula C.
Era una tarde fría de ese agosto de 1996, con el característico cielo limeño color panza de burro, cuando quien escribe estas líneas tenía en sus manos -o en su pie izquierdo, para ser más preciso- la inmejorable ocasión para conquistar, por primera vez en la historia de su salón, el título del extinto Torneo Guadalupano. Nos había costado -permítanme birlarle la frase a mi queridísimo Winston Churchill- sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor llegar a esa instancia decisiva.
Y es que nuestro sexteto estaba conformado por seis animosos mancebos que al ser conscientes de sus limitaciones, suplían sus carencias con una cuota de arrojo y solidaridad dentro del campo de juego. No había estrellas, ni jugadas lujosas. Exigirnos eso era como pedirle a Lucía De la Cruz que deje de perseguir a los chibolos. Imposible. Nuestra propuesta era un juego conservador, amarrete, rústico y antiestético, pero muy efectivo. ¡Entérate de una buena vez Mourinho, ese estilo lo inventamos nosotros. Lo tuyo es una burda copia!
Cuadrado en los tres palos estaba el ‘Chino’ Medina, ágil y flaco como una escopeta. En la defensa, el ‘Cabezón’ Sovero -de salida limpia con la barbilla levantada, pero más lento que patada de astronauta- y el que escribe, un híbrido de ‘Chumpi’ (por los cañonazos) y Samuel Eugenio (por los tabazos). En el mediocampo, el ‘Negro’ Baila, quimboso y dueño de un egoísmo incurable para ceder el balón. Y allí arriba, los encargados de perforar las vallas rivales, amén de una que otra luna de los salones (de las pocas que quedaban intactas), eran ‘Mostaza’ Cabellos -invisible durante casi todo el partido, pero letal cuando tenía que serlo- y la ‘Gata’ Fernández, un metrosexual adelantado a su época.
Antes de esa final, primero habíamos despachado a los buenos para nada de la F. Luego, doblegamos a los sin talentos de la R. Ya en semis, haríamos sucumbir a los mantequillas de la D, dizque los grandes favoritos. Válgame Dios. Pero ahora, teníamos al frente a los avezados mataperros de la Q. Con el ‘Gato’ a la cabeza -no confundir con nuestra ‘Gata’ ni suponer que había allí alguna idílica relación-, estos palomillas con ventana ciertamente eran rivales de temer. Por sus cacharros y antecedentes policiales, claro.
Fue un duelo parejo y áspero como lengua de gato. Pocas ocasiones de gol, un par de tiros al tubo por ambos lados y uno que otro conato de bronca. O sea, todo dentro de lo normal. Terminado el segundo tiempo, el marcador seguía virgen. Los diez minutos extras -que al ‘Negro’ Baila le parecieron una eternidad (deja el cigarro, pues)- no ofrecieron nada distinto al tiempo regular. Todo entonces se definiría desde el punto penal. La pena máxima. Como en esa final de Estados Unidos 94. ¿Habría un nuevo Roberto Baggio? ¿Quién sería el nuevo villano?
Primero fue el turno de los felinos: el ‘Gato’ y la ‘Gata’ anotaron. Luego, ellos convirtieron su siguiente penal (hazte una pues ‘Chino’, imagínate que la pelota es una de tus flacas del Rosa Santa María y agárrala). ‘Mostaza’ Cabellos igualó el marcador. El indeseable delantero antagonista ‘Carachita’ marcó la tercera ejecución para sus colores. Nos tocaba a nosotros. ¿Quién va? ¿Baila? ¿Sovero? ¿El arquero? Conmigo no es chocherita, parecieron decir. ¡Diantres, yo mismo soy! Di un paso al frente -como ese soldado dispuesto a dar su vida en el campo de batalla sin esperar nada a cambio: ni departamentos (sorry Kina), ni laureles deportivos (aguante ‘Chiquito), ni cheques gigantes de parte de presidentes figuretis (lo siento, aquí la lista es enorme)- y me puse delante del esférico. Este es mi día, pensé. Me pasearán en hombros, aluciné. Y quizá hasta los profesores me aprueben en todos los cursos, deliré.
Allí estaba yo, en medio del bullicio, con las manos en la cintura, rostro sudoroso, mirada penetrante, concentración al máximo y una duda gigante que no me abandonó hasta el final. Tomé carrera. Meterá un zapatazo, pensaron muchos. El portero a vencer también pensó lo mismo por lo que decidió aventarse a su palo izquierdo. Allí tenía que ir el balón. Y allí fue. Pero, inexplicablemente, en el último instante, lejos de pegarle fuerte con el empeine, le di abajo al balón con el borde interno buscando el ángulo más alto para que ‘Chispita’ no la pueda atajar. No pudo hacerlo. No fue necesario. El balón se fue a la estratósfera. Adiós al título. Bienvenidas las afrentas y recuerdos irrespetuosos a mi madrecita.
En el patio, los alumnos de la Q celebraban exultantes su miserable conquista. Dentro de nuestro salón, el sepulcral silencio solo fue cortado por el siempre impertinente Huayhuas quien, previa palmadita al hombro, me dijo: “Carrión, ya pasó. Además, hasta los mejores jugadores han fallado. ¿No te acuerdas de (Roberto) Baggio?”. ¡Señor, te lo llevas o te lo mando! “Sí, claro”, musité, deseando que pudiera volver a patear ese penal, pero esta vez con su cabeza como pelota.
Estaba destrozado. Pensé que esa herida jamás se cerraría y que mis compañeros jamás me lo perdonarían. No fue así, felizmente. A los pocos minutos, luego de un chiste del ‘Negro’ Baila que me cuesta recordar, el ambiente tenso en el que estábamos sumergidos se disipó y todo volvió a la normalidad. O sea, pura chacota y el respectivo, y totalmente merecido, apanado por la macana que me mandé. Mis amigos volvieron a ser eso: mis amigos. Los insultos y reproches quedaron atrás. Volví a sentirme querido. Lo vivido solo serviría para la anécdota.
Así pues, tiempo atrás, me pasó lo mismo que ‘Il Divino Bambino’ Baggio. Marré el penal del título, pero, una vez superado ese dolor, el afecto y el respeto que me había ganado en mi salón no lo perdí. Pero vaya que estuve cerca. Tan cerca que desde ese momento, al mismísimo estilo Claudio Pizarro, decidí no volver a patear nunca más un penal en una situación similar. Para qué arriesgar, ¿no es cierto? Pero ojo, yo no llevaba la cinta de capitán. A buen entendedor…
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