Por: Marco Escudero Carranza
El reloj marcada las ocho de la noche de un 13 de agosto 1997. Las calles estaban vacías. La gente estaba esperanzada de lo que iba a suceder en aquella final de Copa Libertadores en Brasil entre Cruzeiro y Cristal.
Ese día nos sentamos en un mueble mi padre y yo. Esperando la antesala del partido. Justo horas antes, nos habían puesto Cable Mágico, que en ese tiempo, era lo último en televisión. El partido lo pasaban en el 13 como en el canal 22. Mientras mis hermanos estaban en el cuarto viendo otra cosa que no sea fútbol. Los dos estábamos más nerviosos, pero más mí padre siendo él hincha de Alianza Lima. Yo con nueve años de edad, no veía el fútbol como ahora lo observo. Si esta final hubiera sido mañana, estaría como loco rondando por mi casa.
Mis manos estaban frías de los pocos nervios que sentía. Renegando, aplaudiendo, aconsejando a mi equipo por una pantalla de televisión a que juegue bien. En el minuto 25’ del partido me paré del mueble. Estaba a punto de gritar gol, pero Julinho no me dejó gritarlo. Falló un gol solo y claro en el arco de Dida. Era el gol de la consagración.
Acaba el primer tiempo. Mi viejo me invita una gaseosa y me dice: “ese partido lo ganamos. Como me arrepiento de ser de Alianza, hijo”. Era el hincha más celeste en ese entonces. Pero llegó el momento más triste, más duro para todo el hincha celeste. Es, quizás, el gol que más hizo sufrir a un fanático bajopontino. Elivelton fue el causante de esa herida que hasta ahora no se cierra en cada mente y corazón cervecero. Mis ojos estaban con bordes de lágrimas. Mi padre me veía con una cara de tristeza. No lo podíamos creer.
Acaba el partido. Nos quedamos mudos, pero felices por una parte por ver a un equipo peruano en una final de Copa Libertadores. Cristal cayó de pie. Me sentí orgulloso de mi equipo y de mi mismo. Una final que hasta ahora no lo olvido y jamás lo olvidaré.
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